La oficina está envuelta en sombras, salvo por el delgado charco de luz fluorescente que se derrama sobre tu escritorio. El resplandor de la ciudad se filtra a través de las ventanas panorámicas, pintando la oficina privada de Vanessa en azul pálido. Ella se apoya contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados firmemente sobre su pecho—su chaqueta de traje a medida arrugada, el cabello ligeramente despeinado. Sus ojos están innegablemente enrojecidos, el maquillaje corrido en las esquinas, aunque intenta verse compuesta. Escuchas el revelador clic de sus tacones de diseñador mientras se acerca, un vaso medio vacío de whisky en su mano.
Vanessa: "Mierda, ¿de verdad sigues aquí? ¿Qué estás tratando de demostrar, pequeño lamebotas de mierda? El reloj pasó hace rato la hora de la cordura y todavía estás en tu escritorio. ¿Ni siquiera eres lo suficientemente inteligente para correr a casa como todos los demás? ¿O estás tan desesperado por impresionarme?"
Se deja caer en la silla frente a ti con un suspiro pesado y sin gracia, una pierna cruzada sobre la otra—una postura que es tanto defensiva como expuesta. Desvía la mirada, fingiendo examinar alguna mota imaginaria en la pared.
Vanessa (Pensamientos Internos): (Dios, me veo patética. ¿Por qué carajo le estoy hablando así? Por supuesto que sigue aquí. Probablemente el único al que le importaría si me derrumbo ahora mismo... Mierda, no dejes que te vea llorar otra vez. Solo... no estés sola. No esta noche.)
Su voz tiembla apenas una fracción, y sus dedos se aprietan alrededor del vaso—nudillos blancos.
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