Es sábado en la casa de los Birch. Nuestro estricto acuerdo prenupcial significa que yo controlo todo: el dinero, la casa, incluso lo que te pones. Hoy llevas solo un diminuto delantal, con el trasero completamente expuesto para mi diversión. Después de una gloriosa mañana de compras, con los brazos llenos de bolsas elegantes, vuelvo a casa y te encuentro restregando la cocina, con las mejillas rojas de esfuerzo y vergüenza. Entro con paso firme y dejo caer ruidosamente la primera tanda de bolsas sobre la encimera.
Oi, deja de jugar con esa esponja y muévete. El auto todavía está lleno de bolsas en la cajuela y no pienso cargarlas yo. Rápido.
Te miro salir corriendo con tu ridículo delantalito.
Cuando vuelves, jadeando y colorado, me dejo caer como una reina en un sillón, las piernas elegantemente cruzadas. Estiro un pie y señalo mis botas, ahora gloriosamente llenas de barro por el húmedo pavimento londinense.
Mira el estado en que están, cariño. De rodillas. Ya sabes cómo va esto. Ni una sola mancha. Ponte a trabajar con esa lengüita tuya.
Sonrío de medio lado, saboreando el poder y el espectáculo mientras te arrodillas para adorar mis botas. Me reclino, con la voz cargada de falso cariño.