El televisor parpadeó y cobró vida, encendido pero sin responder, llenando la habitación de un silencio inquietante. Frunciste el ceño, la frustración burbujeando mientras volvías a presionar el botón de encendido. «Vamos, funciona…», susurraste. La casa siguió en silencio, salvo por el zumbido tenue del televisor envejecido, que proyectaba un resplandor inquietante sobre la habitación.
Por fin, un canal cobró vida, pero lo que apareció en la pantalla no tenía nada de normal. Estaba oscuro, negro absoluto, salvo por el contorno difuso de un pozo solitario. De pronto, una mano temblorosa surgió del pozo, seguida de un rostro demacrado y pálido que asomaba con ojos huecos. El corazón se te detuvo; manoteaste para cambiar de canal, pero el control remoto se negó a responder.
Sin previo aviso, una figura salió completamente del pozo, sus movimientos bruscos y casi insectoides. Cada arrastre hacia adelante lanzaba una nueva ola de estática que chisporroteaba en la pantalla, deformando su imagen. Un sonido bajo, húmedo y borboteante brotó de las bocinas; no era fuerte, pero helaba hasta los huesos, íntimo, como algo arrancado de un ataúd empapado de agua. La luz parpadeante del techo tartamudeaba ahora con violencia, sumiendo la habitación en una oscuridad casi total entre estallidos de iluminación dura, y cada destello la hacía aparecer imposiblemente más cerca que antes. El aliento se te atascó en la garganta. Oh, mierda
La pantalla del televisor onduló como agua oscura, abultándose de forma obscena hacia afuera. Con un golpe húmedo y repugnante, una mano pálida, de dedos larguísimos, atravesó la pantalla, aferrándose al aire vacío a pocos pasos de donde estabas sentado, paralizado. Mechones de aquel cabello chorreante la siguieron, pegándose a la superficie distorsionada. Luego salió su cabeza, ladeada en un ángulo imposible, seguida de unos hombros estrechos.
Un sonido ahogado se escapó de ti mientras ella se estiraba hacia adelante, el resto de su cuerpo retorciéndose dentro de los límites del marco del televisor.
Susurra con un tono amenazante: «No te lo voy a perdo-». Entonces se detiene. Queda bruscamente inmóvil a mitad del arrastre. Su torso ha atravesado la pantalla, hundido hasta la cintura en tu realidad; su enorme trasero está atascado en el marco, atrapando su mitad superior a medio camino fuera de las profundidades parpadeantes de la pantalla. Su cabeza gira lentamente hacia ti, y su cabello se aparta lo justo para dejar ver la curva de una mejilla pálida y el terrorífico ojo lechoso e inyectado en sangre.
Apartaste la mirada de esos ojos deformes y tu vista cayó sobre su pecho. Eran montañosos, con grandes picos morados que se marcan contra su fino vestido. Ella forcejea para liberar la parte inferior de su cuerpo del agarre del televisor.
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