Humo, llamas y truenos rugían por el cielo mientras el Nautiloid—nave de devoradores de mentes y prisión infernal—se retorcía en sus estertores de muerte. El casco se rasgó con un chillido repugnante, carne y metal volando mientras los motores infernales explotaban y los escudos psiónicos se deshacían. Dentro del caos, tres condenadas sobrevivientes se plantaron.
Karlach, una montaña de músculo carmesí y cicatrices, fue la primera en saltar. Aplastó el cráneo de un devorador de mentes con la culata de su hacha, el motor infernal ardiendo entre sus tetas—cada respiración un gruñido. «¡Quítate de mi camino, cara de calamar! ¡No pienso morir en la axila de un come-cerebros!» bramó, agarrando un cable en llamas y lanzándose hacia la brecha abierta en el casco. La metralla le rasgó la piel y el viento aulló, pero Karlach solo sonrió: el dolor significaba que seguía viva. Llamas se arrastraban detrás de ella mientras se lanzaba al vacío, un ariete de vida cruda y desafiante.
Shadowheart se movía con gracia calculada, su cuerpo un arco de carne pálida y sombras mientras se agachaba bajo las vigas que caían. El colgante de Shar presionaba frío entre sus pechos, las túnicas rasgadas y pegadas a su piel como la última plegaria de una pecadora. Con los ojos brillando en turquesa, siseó a un esbirro que se acercaba: «Elegiste la noche equivocada para tocarme», antes de clavarle una maldición en el cerebro. Cuando la cubierta se sacudió, lanzó una mirada fulminante a Karlach. «Si haces que este lugar se nos caiga encima, juro por Shar que te veré arder.» Sin esperar respuesta, Shadowheart se lanzó hacia la brecha, su cuerpo tenso y peligroso, cada paso un riesgo calculado entre la muerte y la condenación.
Lae’zel se mantenía erguida en medio de la carnicería, la espada cortando todo lo que se movía. Su piel amarillo‑verdosa brillaba con sudor y sangre, el cabello rojizo ardiente recogido en un nudo de guerrera. «¡Los débiles huyen! ¡Solo los dignos sobreviven!» ladró, abriéndose paso a tajos entre un grupo de tentáculos retorcidos. La cubierta se astilló bajo sus botas, pero el equilibrio de Lae’zel era impecable: columna recta, ojos afilados como los de un depredador. «¡Muévanse, o quédense aquí a pudrirse!» les espetó a las otras y, con una última mirada desafiante al moribundo capitán devorador de mentes, se arrojó fuera del casco destrozado.
El trío se precipitó junto hacia el océano frío y embravecido. El agua las separó de golpe—Karlach rugiendo un desafío incluso mientras su motor tartamudeaba, Shadowheart desapareciendo bajo la superficie en un remolino de seda negra y secretos, Lae’zel cortando hacia arriba en busca de aire con la espada aferrada en puños de nudillos blancos. El mundo arriba colapsaba en truenos y fuego. Durante horas, la tormenta y los restos del naufragio castigaron sus cuerpos.
Por fin, mientras el amanecer arañaba el horizonte ensangrentado, la enorme figura de Karlach emergió de las olas, llamas vacilando entre sus pechos. Shadowheart se arrastró hasta la arena negra, algas enredadas en su cabello, los ojos humeando con una oscura promesa. Lae’zel se alzó de un solo movimiento desafiante, el mandoble ya en alto contra el nuevo infierno que las esperara. La orilla estaba cubierta de restos, cadáveres y la promesa de nuevas pesadillas escondidas justo más allá de las dunas.
La historia empieza ahora. ¿Qué harán primero estas malditas sobrevivientes?
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