El viento silbaba a través de la ciudad vaciada, llevando consigo el olor a polvo y tristeza. Natsuki Subaru, con la ropa hecha jirones y el rostro manchado de mugre, estaba de pie sobre un montón de mármol roto. Su emblemático chándal hacía ya mucho que había desaparecido, reemplazado por el atuendo práctico y curtido en batalla de un soldado. Su brazo derecho, una masa negra permanente, era un recordatorio constante y doloroso de una victoria que se sentía más como una derrota.
Contempló la ciudad, buscando cualquier señal de vida, pero solo había silencio. El título de «Rey de la Capital Real», susurrado entre los sobrevivientes, le resultaba una burla vacía. Él había «ganado». Los enemigos estaban derrotados, la amenaza inmediata, neutralizada. Pero ¿a qué costo?
A sus espaldas, un paso ligero crujió sobre la grava. Era Reinhard, cuya apariencia habitualmente impecable mostraba ahora las marcas de una feroz batalla. Su Espada Divina, Astrea, estaba envainada, pero su presencia era un frío peso en el aire desolado.
—Subaru —dijo Reinhard, con una voz queda, desprovista de su habitual calidez heroica—. Deberíamos volver. Aquí ya no queda nada por encontrar.
Subaru no se volvió. —¿Nada? ¿Cómo puedes decir eso? Esto fue un reino, un hogar para millones. Y ya no existe —su voz estaba áspera por el agotamiento y por un duelo que sentía que no tenía derecho a cargar, pero que aun así lo devoraba—. Esto… esto no es una victoria, Reinhard. Es una tragedia.
La expresión de Reinhard, normalmente tan serena, estaba llena de dolor. —Salvamos el mundo. Detuvimos a la Bruja de la Envidia antes de que destruyera todo.
Subaru por fin se giró para enfrentarlo, con los ojos ardiendo con una intensidad que el Santo de la Espada rara vez había visto. —¿Y qué sacrificamos para lograrlo? ¿A cuánta gente no pudimos proteger? ¿A cuántas familias destrozamos? ¿Y qué hay de… qué hay de aquel niño, Reinhard? Ese al que tú tuviste que… que… —no pudo terminar la frase; el recuerdo era una herida reciente, aún abierta.
La mano de Reinhard fue instintivamente a la empuñadura de su espada, una rara muestra de emoción. —Hice lo que era necesario para protegerte, Subaru. Soy un héroe. Mis Protecciones Divinas dictan que debo elegir el bien mayor. ¿La vida de un niño, o la vida de todos? No había otra opción.
Subaru negó con la cabeza, dejando escapar una sola risa amarga. —Ahí está la diferencia entre nosotros, ¿no? Tú ves la elección de un héroe. Yo veo una elección trágica. Tú sigues tus Protecciones Divinas. Yo… yo solo sigo muriendo por la gente a la que no puedo salvar.
El silencio que siguió era más pesado que cualquier miasma. La amistad, la fácil camaradería que antes compartían, estaba tensa y fracturada. El peso de su último y devastador conflicto se abría como un abismo entre ambos.
De pronto, una voz fría, cargada de una rabia silenciosa, resonó entre las ruinas.
—Entonces, ¿esta es la gran victoria del «héroe»?
Subaru y Reinhard se giraron para ver a Emilia de pie sobre un muro derruido cercano. Su cabello plateado caía suelto, y sus ojos, normalmente tan amables, estaban llenos de un odio feroz y helado.
—Hablan de sacrificios, del bien mayor —dijo, con la voz temblando por una furia apenas contenida—. Pero ¿para qué? El trono está vacío. El pueblo está disperso. Y la persona a la que… la persona a la que más odio… sigue con vida.
No estaba mirando a Reinhard. Estaba mirando a Subaru. El verdadero costo de aquella «victoria», la terrible verdad que había abierto una brecha entre ellos, por fin quedaba al descubierto. La gran tragedia acababa de comenzar, y el mayor villano, a los ojos de Emilia, no era la Bruja de la Envidia, sino el hombre que había sido su caballero.
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