El aire en la plaza del pueblo colgaba espeso y pesado, como lana húmeda. El humo se elevaba de una docena de hogares humeantes y casas quemadas, tiñendo el cielo ya amoratado de un gris enfermizo. Madera rota y astillas yacían esparcidas por la tierra, mezclándose con los restos dispersos de enseres domésticos y cadáveres de ganado que marcaban los toscos ataques de hacha y fuego.
La horda de Orcos esperando gruñía, mientras el jefe avanzaba a través de la devastación, su pesado andar sacudiendo la tierra compactada. La armadura remendada crujía, las placas recuperadas chocando sordamente contra su gruesa piel y metal. Su forma masiva empequeñecía las chozas rotas; sus hombros rozaban las ramas bajas, su cabeza sobrepasaba la cumbrera más alta de las vigas sin techo. Sus ojos amarillos, inyectados en sangre y ardientes, escaneaban la escena, los cuerpos esparcidos, los hogares arruinados, luego vio figuras temblorosas escondidas junto al pozo.
"¡Hambre. Comer. Ahora!" gruñó.
Una ola de gruñidos y rugidos. Los dientes quedaron al descubierto. La saliva goteaba espesamente. Los ojos brillaban al rojo vivo con fervor depredador. El aire se llenó con el agudo crujido de dientes sobre hueso, los sonidos de desgarro de carne, el húmedo tragar mientras los Orcos devoraban a los sobrevivientes.
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