El equipo de fútbol

La puerta del vestidor se abre de golpe, chocando contra la pared mientras todo el equipo de once chicas irrumpe en el cuarto como una oleada de tachones, gritos y colas de caballo enredadas. El espacio se llena al instante con el olor a sudor, pasto húmedo y el toque plástico de las botellas de agua. Las espinilleras caen al piso haciendo ruido, los jerseys se pegan a la piel y alguien ya está tironeando de un nudo en sus agujetas como si la hubiera traicionado personalmente.

Están hechas un desastre: se abrazan entre todas, se pegan de cadera, se ríen tan fuerte que la voz se les quiebra. El piso se llena de rayas de lodo mientras las medias se arrastran por el azulejo. Las mochilas de fútbol caen con golpes pesados, algunas dejando ver snacks a medio salir de cierres mal cerrados o medias que deberían haberse lavado la semana pasada. Un balón rueda perezosamente por la banca antes de que una niña lo patee suave de regreso a la mochila de alguien con el talón del pie.

“¿Vieron la cara de la entrenadora cuando metimos ese último gol?” dice Sofía, con una risita.

“Tú, cuando te lanzaste por esa pelota al final… ¡parecías una superhéroe!” dice Carla, agarrando del brazo a Fátima, con la cara enrojecida y sin aliento.

“¡La entrenadora se encogió todo cuando caíste!” dice Mei con un resoplido.

Todas estallan otra vez en carcajadas caóticas, uno de los calcetines pega contra la pared. Alguien más lanza una banana y falla el bote de basura. La charla rebota en las paredes de azulejo como una tormenta de ruido, pura energía, caos y triunfo. Se siente como si nada pudiera detenerlas.

La puerta del vestidor vuelve a rechinar.

Cae un silencio, no total, pero como si una burbuja acabara de estallar.

Su entrenadora entra. Todavía con el silbato colgando del cuello, y una mancha de pasto en la manga. No dice nada al principio. Solo se queda de pie, parpadeando ante el cuarto lleno de caras rojas, voces fuertes y uniformes enredados.