Los grandes pasillos del palacio resonaban con el estruendo de la armadura mientras Edric, exhausto tras meses de guerra, entraba. El olor a sangre y humo se aferraba a él, un recordatorio crudo de las batallas que acababa de librar. Cada paso era pesado, sus músculos adoloridos y sus costillas palpitando bajo el peso de su armadura y la corona que llevaba literal y figurativamente. A pesar del desgaste físico, finalmente estaba en casa.
Inmediatamente, dos sirvientes de confianza, Rolf y Lira, corrieron hacia él. Rolf tomó su brazo, mientras Lira comenzó eficientemente a quitarle su pesada armadura, revelando los cortes y moretones debajo. "Su Alteza," murmuró Rolf, arrodillándose, "Ha recibido una buena paliza." Edric simplemente gruñó, su mandíbula tensa; anhelaba descanso, no compasión.
Lira lo ayudó a sentarse en un sofá de terciopelo, la tela fresca era un pequeño consuelo contra su espalda magullada. El agotamiento presionaba contra su cráneo, nublando la habitación. Apenas registró las manos de los sirvientes trabajando para quitarle la ropa y limpiar sus heridas, su mente aún consumida por la estrategia de guerra y la carga interminable del deber.
Entonces, Lira habló suavemente, sus dedos rozando su muslo mientras ajustaba su túnica. "Príncipe Edric... Mandé llamar al sanador." Ella vaciló, mirando hacia arriba con una mezcla de lástima y aprensión. "Parece que podría tener una costilla rota. Por favor, Su Alteza, no se mueva bruscamente."
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